Comparte este artículo:
Los terremotos y volcanes del Abate Molina

Los terremotos y volcanes del Abate Molina

“…las mismas observaciones en las circunstancias funestas que han llenado de terror á Bolonia…”: erupciones, mar y terremotos en un saggiatore jesuita en la cultura del Illuminismo a fines del siglo XVIII

Juan Ignacio Molina (1740-1829) fue un naturalista y ex-jesuita chileno que formó parte de los muchos padres de la Compañía de Jesús que fueron expulsados por real pragmática de 1767 de los territorios hispanos de ultramar. El abate Molina, como se le conoció en su tiempo, llegó a la docta ciudad de Bolonia tras un breve paso por la pequeña ciudad de Ímola, para desarrollar una notable carrera como naturalista que lo llevó a formar parte de una de las importantes instituciones científicas de los Estados Pontificios y del Illuminismo italiano en la segunda mitad del siglo XVIII nombrado por el propio Napoleón Bonaparte: la Accademia delle Scienze dell’Istituto di Bologna.

Es decir, Molina, en un ambiente social y académico privilegiado, pudo desarrollar sus inquietudes como naturalista que venían desde su juventud. Un pequeño gabinete de objetos de historia natural que poseía su padre, fue uno de los incentivos que lo llevaron por los intrincados derroteros que suponía en la segunda mitad del siglo XVIII escribir la historia natural, a distancia, de un territorio fronterizo del imperio hispano como fue el Reino de Chile.

El desafío de escribir la historia natural de un territorio que cargaba con una serie de “cicatrices infaustas” que había dejado su historia desde el siglo XVI. Agravios de la naturaleza que fueron registrados por distintos cronistas y autores, desde Alonso de Ercilla en plena empresa de conquista llevada a cabo por los españoles en el siglo XVI, hasta el también jesuita Diego de Rosales en su “Flandes Indiano” de fines del siglo XVII. Pero Molina era un autor distinto. Se enfrentaba a problemas distintos. Era un autor cuya historia tuvo que “crear” a distancia, basándose en relatos de algunos compañeros, y de algunas de sus notas tomadas antes de la expulsión que logró recuperar gracias a también infaustas circunstancias. No fue como sus antecesores que tuvieron la posibilidad de observar para describir. Sin embargo, Molina, a diferencia de sus precedentes, fue parte de una generación de autores cuyo paradigma fue la objetividad. Por tanto, sus descripciones y la información que entregó sobre la naturaleza de Chile en este período buscaron ser lo más creíble posible. Es decir, Molina fue un saggiatore, un naturalista que buscó por medio de observación, los ensayos, la comprobación y la descripción comprender las leyes de la naturaleza

Y una de las preocupaciones como naturalista del abate Molina, fue un azote propio de la tierra de Chile: las erupciones de volcanes y terremotos. Infortunios que también se encontró en su llegada a Bolonia. Dada la coincidencia, estas catástrofes naturales fueron una preocupación particular para el naturalista chileno. Para el abate Molina, la erupción más famosa de la que, según él se tenía noticia, sin considerar la erupción del volcán de Chillán de 1751 y del

Volcán Anturo, 1854, obra de Gay, Claudio, 1800-1873

volcán Antuco en 1752, fue la del monte Peteroa del día tres de diciembre de 1762. El naturalista la describe con detalle las consecuencias de este comportamiento de la naturaleza, lo que puede explicar que para él sea la erupción más grande de la que se tenía evidencia:

“se abrió una nueva boca ó cratéra, hendiendo en dos partes un monte contiguo por espacio de muchas millas. El estrepito fue tan horrible, que se sintió en una gran parte del Reyno” (Molina, 1788: 30).

Las lavas y cenizas habrían rellenado todos los valles inmediatos aumentando por los siguientes dos días las aguas del río Tinguiririca ubicado en el valle de Colchagua en la región del Libertador General Bernardo O’Higgins. Pero el daño no habría quedado ahí. También, según el naturalista chileno, generó que se desprendiera un gran “pedazo” del monte ubicado cerca del río Lontué ubicado en la comuna de Molina (mismo nombre de nuestro saggiatore) en la región del Maule. Tal habría sido el daño, que el afluente de este río quedó estancado por más de diez días, generándose una laguna artificial. A todas luces una situación que encerraba otro riesgo enorme: el rompimiento, como finalmente sucedió, de toda el agua acumulada. Ello provocó que se “abriera un nuevo camino” que inundó todos los campos arruinando siembras y las viviendas que encontró en su camino.

Estas erupciones tenían, para Molina, una clara explicación geológica. La explicación estaba en la “efervescencia subterránea” que provocaban las materias eléctricas e inflamables que componían el suelo de Chile. Es decir, para el naturalista chileno, quien, hasta fines del siglo XVIII, aún creía en el relato bíblico que la tierra había sido moldeada por el poder destructivo y transformador del diluvio universal, están eras las razones de los terremotos: “único azote á que está sujeto aquel hermoso país” (Molina, 1788: 31).

El interior de la tierra estaba formado por una serie de conductos subterráneos por los que circulaba agua con una fuerza prodigiosa y que terminaba reduciéndose a vapor generando estas catástrofes. El caso de Chile, era particular, pues se situaba directamente al costado del mar del sur. En el pensamiento del naturalista chileno, los países que estaban situados al oriente de la Cordillera de los Andes, al estar más distantes del mar, casi no se veían afectados por este azote que representaba la portentosa vitalidad de la fuerza de la naturaleza.

Compendio della storia geografica, naturale, e civili del regno del Chile. Bologna : Nella stamperia di S. Tommaso D’Aquino, 1776. vii, 245 p., 10 h. de láms. (algunas plegs.)

Por último, en esta estrecha relación entre erupciones, mar y terremotos, el ex jesuita chileno realizó un ejercicio, aunque conjetural, de clasificación. Identificó para el caso chileno, la existencia de “terremotos ligeros” lo que lograban percibirse de tres a cuatro veces al año. Éstos no representaban gran problema para la sociedad algo acostumbrada a este de “movimientos de tierra”. Sin embargo, los grandes sacudimientos eran otra cosa. Pero como el Reino de Chile era una tierra que había sido bendecida por el Creador, este tipo agitaciones telúricas sucedían tras muchos de por medio. Para el naturalista y exjesuita la naturaleza estaba dominada por leyes que el hombre no podía controlar, incluso podían quedar fuera del entendimiento del ser humano. En este sentido, Molina recurría a la historia como método explicativo evitando inferencias y silogismos. Según él, hasta 1782, año en que publica su historia natural, es decir, se habían sentido en el Reino de Chile sólo cinco terremotos grandes: a.) uno en 1520, que derribó algunas aldeas en las “provincias australes”, b.) el conocido terremoto del 13 de mayo de 1647 que padeció la ciudad de Santiago y sus alrededores, c.) el tercero sucedió tan sólo diez años después de éste, el 15 de marzo de 1657, d.) el cuarto el que se produjo el 18 de julio de 1730, que devastó la ciudad de Concepción y en cuya descripción el exjesuita releva el papel jugado por el mar en esta destrucción, y, f.) el último se habría dado el 24 de mayo de 1751 “que arruinó completamente la misma ciudad, inundándola nuevamente el mar”.

Lo interesante de la información del naturalista chileno, más allá que no registre el terremoto de Valdivia de 1575, es la representación que hace de este azote natural. Si bien Molina es considerado actualmente como el primer científico chileno, pues se rigió por un lenguaje basado en una retórica objetivista y empirista, el hecho es que siguió describiendo este tipo de infortunios tan dramática y exageradamente como sus antecesores. Por ejemplo, en el caso del terremoto de 1751, según el abate Molina, el terremoto fue antecedido por otro más pequeño unos quince minutos antes siendo acompañado por un globo de fuego expulsado desde la Cordillera de los Andes llegando hasta el propio océano pacífico. Un punto en común a todos estos grandes terremotos en la visión de Molina era que comenzaban cerca de la media noche, durando de cuatro a cinco minutos, temblando la tierra hasta casi el amanecer. Antes del terremoto el cielo siempre estaba despejado, pero cuando sucedía la catástrofe, el mismo cielo se cubría con “espantosas nubes” dando paso luego a horrorosas y tormentosas lluvias que se mantenían por casi ocho días.

Con todo, y para ir concluyendo, en su interés por reivindicar la tierra de Chile en ese período, muy desacreditada por otros autores europeos a fines del siglo XVIII, nuestro naturalista fue astuto en su discurso. A pesar de los azotes, dejó espacio para una explicación científica, que permitía la redención de la propia calamidad natural. Basándose en la comparación con otros países, como Italia, defendió la idea que frente a esta última fatalidad -los terremotos- empezaban con poca fuerza siendo precedidos por un tipo de “bramido”, advirtiendo a los habitantes de los poblados del peligro que se avecinaba dándoles tiempo para salir de sus casas y salvarse del riesgo.

Autor: Francisco Orrego González
Licenciatura en Historia, Universidad Andrés Bello, Sede Viña del Mar
Fondecyt de Iniciación 11150490