«Perú: Avisan de este reino la gran fatalidad, acaecida en el del Chile el día 8 de julio del año próximo pasado, ocasionada de un recio temblor de tierra, el mayor que se ha experimentado desde que está en poder de españoles». “Gaceta de México, desde primero hasta fines de abril de 1731”, en León, Nicolás (comp.)
El evento sísmico que comentaremos se propagó entre Coquimbo y Concepción, “conmovió a las tres provincias andinas de la República del Plata” (Díaz, Wenceslao, Apuntes sobre el terremoto de Mendoza, 20 de marzo de 1861), y también fue reportado en la vecina ciudad de Córdoba (Lozano, Pedro. Historia de la Compañía de Jesús en la provincia de Paraguay). Por la prolongación de sus ondas sísmicas, fue calificado como “uno de los más terribles estremecimientos de tierra que se han experimentado en América” (Carvallo y Goyeneche, Vicente. Descripción histórico-geográfica del reino de Chile). Sin embargo, el “gran terremoto” de 1730 fue completamente distinto al cataclismo del 13 de mayo de 1647, ya que se produjo en tres vaivenes consecutivos y no de un solo estallido concentrado como fue el caso de este último.
Sobre la base de las fuentes consultadas podemos establecer que a la una de la madrugada del sábado 8 de julio comenzó a sacudirse la tierra durante cerca de “medio cuarto de hora más sin violencia que hubiese ocasionado la ruina” (Carta de Gabriel Cano y Aponte al virrey del Perú. 20 de octubre de 1730). Así, en la ciudad de Santiago, un alto porcentaje de la población se encontraba a la intemperie por miedo a las réplicas cuando “a las cuatro y tres cuartos de la mañana, en que acaeció el segundo, tan espantoso, que no daba lugar el movimiento de la tierra a mantenerse en pie a ninguno de sus habitadores” (Carta de Alonso del Pozo y Silva al rey. Santiago, 20 de febrero de 1730). Se calcula que este segundo remezón arruinó en menos de sesenta segundos casi la totalidad de los edificios públicos de la capital y un alto número de casas particulares (Memorial de fray Francisco Seco, procurador general de los religiosos de la orden de san Francisco. 12 de agosto de 1731). No obstante, continuó temblando, y entre las doce y la una de la tarde se reconoció un tercer movimiento “igual al antecedente y aún mayor” (Carta de Alonso del Pozo y Silva al rey. Santiago, 20 de febrero de 1730), que acabó por derribar las resquebrajadas paredes de aquellos inmuebles que aún se mantenían en pie. En efecto, los “tan terribles y repetidos terremotos causaron general ruina en sus principales casas y edificios, iglesias y conventos» (Memorial de don José Fernández Montero, síndico del convento de las monjas de santa Clara. Santiago, 11 de julio de 1731). A pesar de este desolador panorama, bien se puede decir que en la capital, en principio, este terremoto resultó ser más destructor que letal, ya que solo cobró la vida de tres personas, (Relación del espantoso terremoto que arruinó a la ciudad de Santiago de Chile el día 8 de julio en el año de 1730).
Mientras tanto, y en medio de la perturbación reinante, comenzaron a saberse noticias de los distritos más cercanos al de Santiago. En Valparaíso, por ejemplo, el terremoto arruinó casi por completo la pequeña población que allí se levantaba, y la posterior salida del mar invadió las tierras bajas e inundó las bodegas del puerto, llevándose cerca de 4800 toneladas de grano que estaban listas para ser embarcadas hacia el Perú (“Gaceta de México, desde primero hasta fines de abril de 1731”, en León, Nicolás).
Se informó que en la urbanización de La Serena los estragos del terremoto, aunque menores, habían sido considerables en su iglesia parroquial («Carta de Melchor de Jáuregui al rey. La Serena, 14 de abril de 1733»); no así en Coquimbo, donde el avance de las olas destruyó una serie de ranchos que se encontraban próximos al borde costero (Montessus de Ballore, Fernando. Historia sísmica de los Andes meridionales al sur del paralelo XVI. Santiago).
Con ese cúmulo de noticias, es muy probable que los santiaguinos y los habitantes de las regiones del centro y del norte del país hayan concluido que el terremoto del 8 de julio de 1730 había causado menos destrucciones que las que ocasionó el seísmo de 1647. Sin embargo, las tardías informaciones que llegaron de las provincias del sur demostraron lo contrario, ya que la ciudad de Concepción, la plaza de Valdivia y los fuertes de la frontera habrían sufrido incalculables pérdidas materiales.
Ahora bien, no parece que en esta última zona del territorio el comentado movimiento telúrico tuviera la misma intensidad que se describió en el centro y norte del país, ya que, según el relato de un anónimo testigo “a la una de la madrugada de dicho día se sintió un temblor de la tierra, no tan recio en el estremecimiento” (Relación del lastimoso y horrible estrago de la Ciudad de la Concepción del reino de Chile. Archivo Nacional Histórico), pero el tsunami que le acompañó arruinó por completo a la ciudad penquista y a las villas aledañas. En este contexto, el obispo penquista Francisco Antonio de Escandón describió este último fenómeno con las siguientes palabras:
«Habiéndose retirado las aguas de sus límites, como media legua volvieron impelidas de su misma violencia y entrando en esta miserable ciudad empezaron el estrago de su inundación. Repitió por cuatro o cinco veces la retirada, y la salida con más impetuosa fuera; especialmente la tercera, en que, como a las tres de la mañana, se repitió el temblor de tierra, aún con mayor duración y con tan violentos vaivenes, que pareció quería arrojar de si a todos los mortales» (Carta de Francisco Antonio de Escandón al rey. Concepción, 20 de agosto de 1730).
Como consecuencia de este último proceso geológico, el mar ingresó más de “tres cuadras” tierra adentro, barriendo todas las construcciones que terremoto había perdonado (Murillo Velarde, Pedro. Geografía histórica. Libro IX). Según el relato del maestre de campo Manuel de Salamanca:
«Llevóse el mar todas las casas a la playa y barrio de Cantarranas, cayeron el palacio, guardia, calabozos, cuarteles, sala de armas, cajas reales, veeduría general y también el palacio episcopal; de los conventos el de san Juan de Dios, san Agustín, san Francisco no quedó más que la iglesia. Por la parte del río de una y otra banda cayeron todas las casas […]» (Carta del maestre de campo Manuel de Salamanca sobre el terremoto de Concepción. Concepción, 10 de julio de 1730).
Por ello, y a pesar de que las desgracias personales no superaron las seis personas (Auto con ocasión del terremoto de 1730. Lima, 1730), no resulta difícil imaginarse el lamentable estado de la ciudad a la mañana siguiente, más aún cuando los penquistas pudieron apreciar desde los cerros como todo el sector denominado Cantarranas –que era el lugar más bajo de aquella urbanización– ahora formaba parte del mar. Además, y como consecuencia de este nuevo ciclo de la naturaleza, los habitantes de las regiones afectadas quedaron sin albergue, sin ropa, sin muebles ni víveres, por lo que se vieron obligados a levantar improvisadas chozas para protegerse del frío y de las lluvias propias de la estación.