Chile se encuentra en unas de las zonas de mayor actividad sísmica y volcánica de la tierra, el “Cinturón de Fuego del Pacífico” razón por la cual nuestro país cuenta con más de 2000 Volcanes en su territorio y de ellos 95 activos siendo nuestra geografía parte de una de las cadenas volcánicas más extensas del mundo.
No siempre se vive la experiencia de presenciar el nacimiento de un nuevo volcán; y bueno eso precisamente fue lo que vivió el científico Polaco Ignacio Domeyko cuando finalizando la primavera de 1847 y ante la noticia de un diario de Talca fue tras la apertura de un nuevo volcán a cien millas de dicha ciudad, situación que dejó plasmada en la publicación para la Universidad de Chile del año 1849 “Viaje a las cordilleras de Talca i de Chillán”.
Después del período de independencia y ya conformada la república, el estado se vio en la necesidad de atraer conocimiento por medio de intelectuales y científicos tanto europeos como norteamericanos y de esta manera empapar a la nación de ideas ilustradas e incentivar que nuestra sociedad diera un paso a la modernidad. En éste contexto es que llega a Chile Ignacio Domeyko contratado por el gobierno como profesor de química y mineralogía en el liceo de Coquimbo con el objetivo de para fomentar el conocimiento científico y renovar las técnicas de explotación de la época.
En éste menester se encontrada Domeyko cuando fue sorprendido por una gran noticia como él lo expresa en su escrito:
“Ya se aproximaban las fiestas de navidad,la época más hermosa en este país, cuando un diario de Talca anunció que en esa ciudad, situada a cien millas de Santiago y a más de cincuenta del volcán apagado El Descabezado, en las cumbres andinas, había caído (el 27 de noviembre de 1847) una especie de niebla cenicienta con un olor especial, parecido al azufre quemado, y que en esa misma época, entre el mencionado cerro y el Cerro Azul inmediato a él, emergió un nuevo volcán en la cordillera, oyéndose un fuerte ruido de piedras y reflejándose en las nubes sobre los cerros un resplandor similar al de un inmenso incendio.” (Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994. )
Rápidamente preparó caballos, mulas y unos criados y emprendió camino a Talca esperando ver una erupción parecida a la del Vesubio. De Talca se dirigió hacia el oriente para ir al encuentro del nevado Descabezado que es la cumbre que domina ese valle. En dicho camino pasó por el Fundo Cumpeo donde le facilitaron la ayuda de unos Montañeses para acercarse a la zona de erupción. Con la ayuda de éstas personas llegó subiendo a la línea divisoria de las aguas que se encuentra en la llamada Puerta del Yeso a una altura de 2400 metros sobre el nivel del mar.
“Desde este punto avancé en derechura hacia el lugar donde debió nacer el nuevo volcán, el objetivo principal de mi viaje. Rodeé el Cerro de Medio, situado como a mitad de distancia entre el Descabezado y la Puerta del yeso, y descendí al ancho Valle de los Jirones (llamado también Valle de la Invernada a causa de que los rebaños pacen allí hasta el invierno), situado en la base occidental de ambos Descabezados (Grande y Chico) y en cuyo extremo meridional, por el lado del Cerro Verde observé un humo blanco entre dos cerros adyacentes: el Cerro Verde y el Descabezado”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994. )
Antes que anocheciera los guías armaron el campamento a unos 2 kilómetros desde donde aparecía el humo. Ante la ansiedad del encuentro con aquel fenómeno natural Domeyko no bajó de su caballo y prosiguió avanzando para ojear los efectos que en el lugar había producido la erupción.
“No fue pequeño mi asombro cuando, en vez de lavas, cenizas o gravas volcánicas, divisé inmensos montones de bloques de piedra rotos, fragmentados, formando una especie de trinchera de cien metros de alto, que comenzaba en el mismo valle y se extendía entre ambos cerros una ancha quebrada por donde -según me aseguraba el montañes- hace dos meses pasaba un antiguo y buen camino por el que los habitantes de las aldeas más cercanas llevaban sus rebaños a pastar. Éstas piedra humeaban, desprendían vapor y un fuerte olor a azufre quemándose; a trechos se sentía entre ellas una fuerte explosión de vapor comprimido, fragmentos de piedra volaban por los aires y de cuando en cuando se oían detrás del cerro disparos como de carabina.”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
Luego de tomar la primera impresión del paisaje volvió al campamento para pasar la noche. Antes del amanecer sin tomar mucha previsión (de agua y comida) partió junto a dos de sus acompañantes con el propósito de llegar al cráter mismo.
“Una vez en la cumbre del ancho parapeto formado por estas piedras, cuyas paredes que caían a pique por el lado del Descabezado, y por el lado del Cerro Verde se apoyaban sobre esta montaña, se descubre ante nuestra vista el cuadro espantoso del cerro recién destrozado y yacente en ruinas…En algunos lugares se abrieron hoyos de tres o cuatro metros de profundidad, debajo de los cuales estalla, de cuando en cuando, el vapor en forma cónica, girando y ensanchándose por arriba, y a veces salta al aire, con estruendo, un pedazo de roca. Muy profusamente diseminadas, son las llamadas fumarolas, o sea, pequeñas aberturas de las que asoma el gas del ácido hiposulfúrico y a veces la llama de azufre. No se ve en ninguna parte lava fundida, escorias ni pómez; sólo junto a las aperturas por las que salían llamas sin duda intensas, se puede a veces observar el borde de una piedra ennegrecido por una materia medio escoriada.”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
En el relato describe lo asfixiante y casi irrespirable que era la atmósfera del lugar, convertida en una “ciénaga de vapores”. Uno de sus guías huye mientras el otro comienza a hablar en voz alta de “las fauces infernales” que estaban cerca de ellos.
Cada vez que avanzaban se encontraban con obstáculos más difíciles de evitar y fue necesario salir del camino blando que hacía que las piernas se hundieran hasta las rodillas, por lo que fue necesario ir saltando de roca en roca. El ambiente se cubría de espeso vapor, fue allí cuando el segundo acompañnate desapareció.
Ya corría mediodía y desde que salió al alba sólo había recorrido 2 kilómetros solamente, lo que esperaba era estar entre los dos cerros para poder examinar todo el fenómeno.
“Era evidente que el volcán no pudo haberse formado en la hondonada entre dos cerros de mas de 3000 m. de altura, ni podía arrojar desde su cráter a tres o cuatro kilómetros de distancia, tantos bloques de rocas partidas, cuyos volúmenes llegaban a los diez metros cúbicos y que estaban compuestos de varias clases de traquitas, iguales a los que aparecen en toda la superficie de los cerros adyacentes. El Descabezado estaba intacto, pero el Cerro Verde tenía desgarrada la parte inferior de su superficie, y sus laderas estaban humeando desde dos puntos, en los que se habían formado pequeños montículos de piedra….Me dí cuenta, entonces, de que no se trataba de un volcán corriente, si no de una sulfatara abierta a lo largo de dos cerros volcánicos, los que estando actualmente en reposo y sin fuerza suficiente para arrojar por las bocas superiores la lavas que se agitaban en su interior y las materia inflamables, emplearon sus agente para desgarrar a los pies, por la línea de la menor resistencia.”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
Ya confirmado el origen del evento natural y observado sus características decidió volver pues la emanación de vapor producía un aire irrespirable sumando la sensación de calor producto de estar en medio de la sulfatara. Si la subida había sido dificultosa, la bajada lo fua aún más producto de las horas de caminata y del cansancio producto del aire enturbiado.
“En un traspiés, caí sobre una gran losa de traquita y no pude seguir caminando. Ignoro si fue un sueño o un desmayo producido por el azufre y el calor. Ignoro cuánto tiempo permanecí sin conocimiento. El sol ya se había puesto cuando abrí los ojos, el viento fresco me reconfortó. Seguí caminando más aprisa y con paso más firme sin saber en qué dirección. Pero la atmósfera se refrescaba cada vez más, se volvía cada vez más pura y ya no se enturbiaba con las explosiones. No tardé en hallarme en una ladera, no muy escarpada ni alta, del parapeto, del cuál bajé arrastrando conmigo fragmentos de roca saltada, envueltos en una nube de polvo…Me encontré a la orilla del riachuelo, en un pequeño prado en que pací mi caballo con las riendas atadas al cuello. No había tiempo para buscar vado. Mi corcel me sacó felizmente de las frías aguas, calado hasta las costillas. A las once de la noche llegué a la gran fogata entorno a la cual se sentaban tranquilamente mis guías, dándome ya por muerto….”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
A su llegada fue recibido con cacho de vino caliente, limón y té para reponer fuerzas. Regrasando pasaron por entre los dos grandes cerros observando la solfatara ya del lado oeste, la cual tenía la misma apariencia de destrucción del lado que Domeyko había visitado por lo que se dió por terminada la excursión.
“Regresé de esta escursión geológica a fines de Febrero, con la firme determinación de volver a visitar más tarde la misma solfatara, si es que me quedara por algún tiempo en Chile.”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
El “Alfa” periódico de de Talca publicó el 2 de Enero de 1848:
“El volcán se descubrió el 26 de Noviembre de 1847. Su apertura fué precedida de estraordinario ruido y sobretodo un espantoso estrépito se dejó sentir en la circunferencia de 12 leguas al hacer la primera errupción. La aparición ha sido en el Cerro Azul y a distancia de 26 leguas se percibe todavía el olor de azufre que despide en sus errupciones. Contiguo al Cerro Azul, atraviesa el camino principal por donde se conducen los ganados de esta provincia a las invernadas de la Cordillera, y como se ha derrumbado ya una gran parte de aquel, fundadamente se cree que bien pronto quedará obstruido, etc.”(Ignacio Domeyko, Un Testimonio de su Tiempo, Memorias y correspondencia, 1994.)
Por Humberto Muñoz