La epidemia de escarlatina vivida en Chile entre 1831 y 1832 no solo se combatió con medicina tradicional. La iglesia católica con una gran influencia en la sociedad de la época, confirmaba que Dios era la ayuda a superar la desgracia, para ello existían múltiples y diferentes ceremonias. De estas se recuerda la que se celebró para combatir la epidemia y que merece ser recordada. Según una antigua costumbre, en las primeras horas de la noche de ciertos días de la semana, salía de alguna iglesia una procesión que transportaba en andas a uno o más santos, recorriendo calles, rezando a viva voz el rosario con las letanías cantadas. La indiscreta devoción de la gente, discurría al llevar la procesión del rosario a las casas de los enfermos, cuyas familias, lo pedían y pagaban una ofrenda. El rosario se rezaba y se cantaba con gran estrépito en la puerta de la casa del enfermo y cuando este se mejoraba, la gente celebraba aquello como un milagro evidente.
Diego Portales fue testigo en Valparaíso de una de estas procesiones y relata este hecho de la siguiente forma:
«Hoy me he dado por noticioso, porque estoy escribiendo por distracción. La peste o fiebre escarlatina parece que va desapareciendo en el puerto, aunque sigue en el Almendral, porque no pasa el Sacramento: es la prueba que yo tengo más a la vista, porque siento las campanas en la Merced y una tambora, que lo acompaña de noche y que no sé cómo no se ha hecho mil pedazos con tanto trajín. En el puerto han muerto algunos chiquillos de familias conocidas, y hemos tenido sacramentada a las Nieves San María, y al largarla, la mujer de Martin Manterola, la de Almeida, y otros visibles; pero por la infinita misericordia de Dios, ya están todas fuera de peligro. El domingo en la noche vi salir el Rosario de Santo Domingo, que fue a ofrecer a la puerta de la casa de la Santa María; pero ha sido patente el milagro; porque mediante el Rosario y los purgos, sudoríficos, vomitivos y refrigerantes, las Nieves comenzó a mejorar desde el lunes. Mas, por uno de aquellos juicios, que no alcanzamos a comprender, han sanado las otras enfermas que, aunque no se les ha llevado el Rosario, tomaron los mismos medicamentos que la Nieve ¡Oh Dios! que grandes son tus bondades para con tus cristianos.»(Epistolario de Diego Portales (1821-1837. Carta a Antonio Garfias, 19 de enero de 1832).
Es así como la medicina tradicional y la fe hicieron frente a la fiebre escarlata que avanzaba sin piedad. Pero existían otros actores que también participaron en la primera línea del combate contra esta enfermedad, los curanderos. La medicina casera, especialmente aquella que era recomendada por la vecina, por la comadre, o bien por el curandero que, por carencia de médicos en la mayoría de las poblaciones, era muy abundante en todas partes, gozando en su mayoría, de una reputación no solo local, sino también nacional, y aun en países vecinos, como era el caso de Pablo Cuevas el “medico de Choapa”. Su fama duró muchos años, a punto de ser recordado no solo tradicionalmente por el pueblo, sino también en algunos escritos. Don Pablo era un anciano de 86 años, originario y habitante de la hacienda Choapa, a orillas del río de este mismo nombre en el distrito de Illapel. Cuevas no había recibido instrucción alguna, no sabía escribir, ni siquiera leer. Vivió siempre en la pobreza de un inquilino de aquella estancia, pero practicando la medicina a su manera, desde su juventud, sin que ella le procurase los recursos para salir de su pobrísima condición, ni le permitiese tener otras habitaciones que una miserable choza.
Cuevas según la voz publica, diagnosticaba con la más absoluta seguridad toda dolencia, solo observando el aspecto del paciente y mirando la orina que se le presentaba en una redoma, la cual arrojaba al aire. Las dolencias de los enfermos eran curadas por él con tanta rapidez, como eficacia, tan solo con hierbas del campo, las cuales contaban con cualidades maravillosas. El número de personas de todas las condiciones que acudían a Choapa a consultar a Cuevas, era muy considerable aunque ese viaje a veces no era necesario, porque bastaba que el enfermo enviase su orina en una botella para que aquel diagnosticase la enfermedad y diera el remedio infalible para su cura, cualquiera ella fuese.
Como ocurre siempre al hablarse de esta clase de curanderos, creídos adivinos o dotados de cualidades sobrenaturales, se contaban centenares de curaciones maravillosas efectuadas de esa manera por el “médico de Choapa” en enfermos que no habían podido hallar remedio a sus males, o que habían sido desahuciados por todos los facultativos. Nada tenía de extraño que todo esto fuera creído por la mayoría de la sociedad de esa época, aunque hoy también lo podemos notar y más aún en los periodos de epidemias.
Con estos antecedentes no parece muy increíble que también prestaran atención a tales maravillas, los hombres letrados, siendo el caso de Mariano Egaña, que sin lugar a duda, fue uno de los chilenos más ilustrados de aquella época. Había estudiado mucho en el país y había viajado por Europa ensanchando considerablemente sus conocimientos. En 1835 fue presidente de la asociación benéfica titulada “Caridad Evangélica” que tuvo por objeto socorrer a los enfermos pobres que por su condición social, no podían medicinarse en los hospitales, que parecían destinados solo para las gentes de condición inferior. Con fecha de 23 de marzo de 1832 se dirigió Egaña, al ministro del interior Joaquín Toconal para pedirle que hiciera visitar a Cuevas por algunas personas más o menos aptas, para que estas recogieran de su boca y anotasen las informaciones que el curandero diera sobre las hierbas con que hacia tan prodigiosas sanaciones. Debían actuar rápido en la diligencia, no debían demorar porque siendo el “médico de Choapa” un hombre de muy avanzada edad, existía el peligro de que se muriera, perdiéndose así toda la ciencia o experiencia que había adquirido.
El gobierno acogió favorablemente esta petición, y cuatro días después encargaban al profesor J.V. Bustillos que se trasladase a Choapa a desempeñar aquel encargo. Bustillos aceptando esa comisión, partió de Santiago el 9 de abril, llevando una nota del ministro Tocornal, donde se le solicitaba a Cuevas, en beneficio de la humanidad, suministrase los conocimientos que adquiridos, sobre las cualidades medicinales de las plantas, anunciándole que el gobierno se encargaría de pagar por el servicio que podría prestar. El médico de Choapa se manifestó dispuesto a satisfacer esos deseos y en una contestación que hizo escribir y que firmo una hija suya, pues él no sabía hacerlo, mostró su absoluta voluntad a cooperar con el gobierno, e insinuó que el recibiría gustoso como remuneración un lote de terreno de la hacienda de Choapa, que era de propiedad de la beneficencia pública.
Al regresar Bustillos de tal noble trabajo (hoy lo llamaríamos como rescate de una tesoro humano vivo), la implementación de esta información, no dio los resultados que se esperaba. Se le atribuyo en gran parte, a la estación de otoño la cual no permitía recoger y examinar las plantas que “el médico” le sugirió.
“El médico de Choapa”, a pesar de sus milagrosos poderes curativos, falleció al año siguiente, en 1836, dejando a sus familiares en las más completa pobreza, ya que el gobierno nunca cumplió su trato. El «Doctor Pablo Cuevas» se llevó todos sus secretos y sabiduría con que diagnóstico y curo a tantos enfermos que durante decenios golpearon la puerta de su rústico rancho en la hacienda de Choapa.
La fiebre escarlata que golpeó nuestro país durante los años de 1831 y 1832, dando pie a diferentes historias, una de ellas la del médico de Choapa que hoy intentamos rescatar.
Pablo Moya